LA MINA DEL CANTE
Mitología y épica del cante de las minas
¿Cual es el secreto del cante de las minas? ¿Qué tiene el festival de La Unión que no tengan otros? Son preguntas que me las vengo haciendo desde hace algunos años al contemplar el misterio del que participan estos estilos y el asombroso prestigio del certamen que los reivindica. Algo que nunca termina uno de explicárselo muy bien.
Creo que el secreto está en la mina con su épica de picos y barrenos, castilletes y malacates, explosiones mutilantes, sangre y muerte. Aunque no todo eran pesares, había tiempo para los devaneos amorosos: “Tengo una novia en Portmán/ y otra tengo en Herrerías: / con aquella me anochece, / con ésta me sale el día”. El coplerío la ensancha con el retablo de una época poblada por arrieros atrevidos y faltones, tartaneros orgullosos, mineros bravíos a golpes de marro. Ella afilando su guadaña y en la lejanía el bullebulle de ventorrillos y cafés de cante en una escenografía de pequeño oeste español que retrató en viñetas la pluma pincel de Asensio. Un mundo de esplendores pasados que nos fascina por desaparecido pero que, por mediación del arte flamenco y su toque de resurrección, recuperamos a nuestros antepasados muertos. Por ello escribía mi amigo Anselmo Sánchez Ferra que quizá amamos y admiramos estas cosas porque han ganado la partida a los enemigos esenciales de la conciencia humana-el olvido y la muerte-, y en ello rendimos homenaje a nuestra propia voluntad de perdurar. Un planeta de esplendores pasados y de penas antiguas del que nos han quedado algunos castilletes como dinosaurios que duermen un dulce sueño y el metal más hermoso de la sierra: el cante que nos redime y su poesía. Otra extrañeza de éste aficionado es que aún se sigan cantando esas letras cuando las bases materiales que las fraguaron ya no son radicalmente las mismas. Lírica arqueológica de unos modos de vida del ayer. ¿Por cuánto tiempo se seguirán cantando? Razón le sobraba a Pencho Cros, héroe junto a Eleuterio Andreu, de esta particular mitología por minero, cantaor y unionense: “El festival es la única mina que va a quedar abierta”. Lo sentenciaba solemne con su voz oscura y resonante de pozo minero.
El trovo le puso a las tarantas, cartageneras y mineras versos con aspiraciones filosóficas y sociológicas, la dimensión colectiva de la protesta social, una rigurosa sintaxis y un léxico preciso, rasgos que distinguen a estos cantes del resto de lírica flamenca.
Pero el cante de los mineros viene de un horizonte campesino de era y trilla, malagueña de la madrugá y brioso fandango bailado con postizas, llevando impreso unos marcadores identitarios de gran calado antropológico como son la identidad local de La Unión y por ampliación, en mancha de aceite, de la comarca y aún de la región: “Yo vivo en Santa Lucía, /lo mejor de Cartagena…” La identidad profesional o el orgullo de ser minero: “Porque tiro la barrena/ me llaman el barrenero/ siendo yo el mejor minero/ que sale de Cartagena”. La identidad de clase social, la lucha de clases en el cante o la búsqueda del paraíso en la tierra: “Minero, ¿pa que trabajas/ si pa tí no es el producto?/ pa el patrón son las alhajas, / pa tu familia el luto/ y pa ti la mortaja”. Este asunto de las identidades de nuestros cantes ha sido muy bien abordado por Cristina Cruces y por si sólo constituiría motivo sobrado para la declaración de Bien de Interés Cultural inmaterial de los cantes mineros. Éstos comparten con el resto de los estilos flamencos la metafísica lorquiana del duende como signo de presencia de la muerte, así el Viernes Santo, el toreo y el cante jondo son las máximas expresiones artísticas de la muerte en el sur de España, según el poeta granadino. Se le llama jondo porque “es hondo, verdaderamente hondo, más que todos los pozos y todos los mares que rodean el mundo…” Concepto este último que nos remite a la profundidad expresiva y a la radicalidad de la experiencia que representa. La hondura de la mina como metáfora de la tumba húmeda y definitiva, el pozo del gran silencio en la gran pirámide que constituye toda la sierra minera.
El flamenco se asoma con temblor a las últimas preguntas y posee ese aire de liturgia que remite a una religión de sustitución con su panteón de dioses a los que se invoca con recogimiento: ¡Vamos a acordarnos de El Rojo el Alpargatero! Unos humanos que en la gloria del cante disputan la inmortalidad a los viejos dioses: Silverio, don Antonio Chacón, Manuel Torre, Pastora Pavón, Caracol, Marchena, Mairena, Camarón, Valderrama…Una religión que estalla en el éxtasis arrebatado del baile y que posee una teología que pretende exhortizar el desamparo del hombre sobre la tierra, las injusticias, evitando que se junte la pena con el dolor: “Y por eso el minero canta,/por un sol de oro limpio./ Canta el pobre, la pena canta,/ no canta el rico./ Y así es como canta el hombre,/por su niño antiguo,/ y la boca, sin pan y sin besos/ y el cielo vacío. Sólo de lo negado canta el hombre, / sólo de lo perdido…”Y La Unión cuenta con dos templos excepcionales para el sacrificio liberador de una espiritualidad laica que consuela pero que abre el azogue de los espejos. Uno es el antiguo mercado conocido como la Catedral del cante, denominación eclesial de la máxima alcurnia, y la mina Agrupa Vicenta.
La mina evoca historias de dioses y héroes que descendían a los infiernos cruzando laberintos y derrotando monstruos para enfrentarse con nuestros peores temores, porque quizá nuestra salvación esté en plantar cara al destino, amar lo que nos toca vivir superando el miedo a la muerte como hizo el propio Jesús cuando bajó a esa oscura región, con la soledad de un minero, antes de ascender a los cielos.
JOSÉ SÁNCHEZ CONESA
Investigador de la cultura popular
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