IX FESTIVAL DE FLAMENCO VA SUCINA (MURCIA) DEL 15 AL 18 DE JULIO 2015

RECINTO EXTERIOR DEL CENTRO CULTURAL MUNICIPAL DE SUCINA
La Unesco declara el Flamenco Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en Nairobi 16.11.10
El Ejecutivo de la Región de Murcia declara Bien de Interés Cultural inmaterial los Cantes Mineros y de Levante

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sábado, 9 de agosto de 2008

Pregón del XLVIII Festival: Pregonero D. Pedro Alberto Cruz

CANTE DE LAS MINAS
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Dar nombre a las cosas es siempre un ejercicio de responsabilidad; y lo es en la medida en que supone detener su libre y natural devenir, para fijarlas en una palabra, en una idea, en un realidad que, en ocasiones, las violenta y las pervierte. No hay nada más difícil y más arriesgado que nombrar. Sobre todo, cuando lo que se nombra es en sí mismo esquivo y huidizo, cuando aquello que se pretende enunciar no se deja encerrar entre los estrechos y empobrecedores límites de un nombre, de una palabra, de una idea. Tanto es así que, en ocasiones, el nombre sólo es un indicador de lo mucho que no se puede decir, de todas las experiencias que jamás conseguirán ser contenidas por él. De ahí, que no se pueda evitar contemplarlo, con frecuencia, como una manifestación precaria, paupérrima y desvirtuada de la realidad.
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Y comienzo así porque, lastrado por tal condicionante –la precariedad y pobreza del nombre-, la primera interrogante que surge en un contexto como éste –el del Mercado Público de La Unión, la “Catedral del Cante”- es: ¿Cómo nombrar el flamenco? ¿Qué palabra elegir capaz de “contener”, sin aprisionarla, una expresión tan honda, tan desbordante como ésta, sobre la cual historiadores, poetas, filósofos, antropólogos, sociólogos, etc., han hablado y escrito prolijamente, con la sensación –siempre frustrante- de no haber sabido dar con el nombre exacto que permita acceder a su realidad nuclear? ¿Cuál es, en suma, el nombre del flamenco?
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Partamos de un hecho que, a tenor de lo ya expuesto, no resultará difícil de entender: la imposible reducción del flamenco a un único y definidor nombre. Si, en efecto, toda nominación resulta de por sí insuficiente, si el intento de explicar una realidad cualquiera a través de una sola palabra supone condenar a la misma a la indigencia del significado escaso, no cabe duda de que, ante el flamenco, todos estos factores de imposibilidad se acentúan y adquieren –si cabe- un manifestación más paradigmática. Porque el flamenco no es una singularidad, sino una pluralidad de nombres; lejos de concentrarse y “acabarse” en una palabra o idea, el flamenco se dispersa en una multiplicidad de definiciones, que lo nombran una y otra vez, sin jamás concluirlo, cerrarlo definitivamente. Se podría decir, en este sentido, que el flamenco cae más del lado de la incertidumbre que del de la verdad. Cada nombre que se le da, en lugar de delimitar su sentido, lo hace más denso, más inabarcable y poliédrico. La pregunta, por tanto, que debe guiar esta intervención no es “¿cuál es el nombre del flamenco?”, sino, más bien, ¿cuáles son los nombres del flamenco?
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Pues bien, cabe indicar, en respuesta a esta interrogante ahora abierta, que los nombres del flamenco son el cuerpo –el cuerpo del cantaor y del bailaor, polisémico en sí mismo e imposible de ser reducido a una sola forma y expresión, a un único y comprehensivo nombre-. En pocas manifestaciones como en el flamenco, el cuerpo adquiere tal magnitud, tal grado de presencia. Pero, igualmente, en pocas manifestaciones, este mismo cuerpo se hace tan único y múltiple al mismo tiempo, tan singularizado y plural, tan presente y esquivo. Y es que el cuerpo del flamenco sólo existe en su expresión, en su acontecer sobre el escenario. Se trata de un cuerpo que no preexiste, que no posee una realidad estable, sino que se revela en cada actuación; y que hace de cada una de estas actuaciones un momento único y diferente, subordinado al aquí y ahora de una manera radical. El cuerpo del flamenco, en suma, es aquel que se ofrece siempre en la radicalidad de su presencia, y que no conoce, pues, otro momento que el de su expresión.
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No se puede pensar el flamenco fuera del cuerpo; del mismo modo que resulta imposible nombrar el cuerpo del flamenco más allá del instante de su expresión. En su lúcida Poética del Cante Jondo, escribe José Martínez Hernández que “por ser ante todo dionisiaco, en él predomina lo expresivo sobre lo formal, ya que, en realidad, el cante jondo no se canta, sino que se tiembla, se llora y se ríe a compás, se vive en el estremecimiento, en el grito, en la mezcla y el tránsito de la pena y la alegría, en la pura emotividad”. Matizando todavía más esta idea, y haciéndola extensiva a la generalidad del flamenco, se puede asegurar que no es que sea el cuerpo el que se expresa; más bien, es la expresión la que crea el cuerpo. Así, no es el cuerpo el que dice, sino lo dicho; no es el cuerpo el que canta, sino lo cantado; no es el cuerpo el que actúa, sino lo actuado.
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La cuestión, toda vez que se ha reconocido la existencia expresiva del cuerpo del flamenco, es abordar las causas de la misma, las razones que explican su realidad preformativa y apasionada. Para ello, es menester introducir una nueva noción que ayudará a clarificar aún más cuanto se ha indicado, a saber: que el cuerpo del flamenco es un cuerpo expresivo porque es un “cuerpo decepcionado”. ¿Qué es lo que se pretende decir con esta idea de “cuerpo decepcionado”? Lo que se pretende no es ni más ni menos que subrayar el manifiesto alejamiento del flamenco de aquello que, por lógica contraposición, cabría ser calificado como un “cuerpo contento”. Lo “contento” –si nos remontamos a su raíz etimológica latina- es lo que se halla “propiamente satisfecho”, lo “pleno”, pero también lo contenido. Y hablar de “contención” y “plenitud” en el presente contexto es hacerlo de un cuerpo que se “contenta” con el papel jugado en una sociedad regida por los principios racionalistas de la eficacia y la productividad. En tanto que dionisiaco, el cuerpo del flamenco se revela siempre excesivo, desbordante y, por tanto, resistente a cualquier proceso de mecanización al que pudiera ser sometido por parte de cualquier estructura de poder. No es extraño, en lo que a esto respecta, que, en las entrañas de la Sierra de La Unión, en el transcurso de las duras jornadas laborales que obligaban al minero a exprimir al máximo su cuerpo, surgiera uno de los focos flamencos más importantes de España. Y no lo es porque, si como recuerda José Martínez, el flamenco “es una protesta contra la conciencia burguesa ilustrada, optimista y satisfecha, contra la idea de reconciliación en la Historia”, entonces, no habrá reparo alguno en convenir que la forma en la que el cuerpo del flamenco explicita esta “protesta” es mediante el des – contento, es decir, a través de su des – contenerse, de su expresión excesiva, del desbordamiento de lo racional por medio de la emoción.
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Desde su momento auroral, la Modernidad capitalista ha mostrado un enorme empeño en estigmatizar cualquier brote de “emotividad” que pudiera cuestionar el racionalismo productivista sobre el que hacía pivotar su ideal de progreso. El flamenco, en este sentido, ha actuado, en todo momento, como un ámbito de desconfianza ante el cuerpo impasible del capitalismo -un cuerpo éste “contenido”, desapasionado, un “cuerpo contento” por el mero hecho de ser útil y eficaz-. Todo el universo del flamenco se halla poblado por cuerpos que ya no pueden permanecer “contentos” en el racionalismo productivo de la Modernidad. Es más, este “des – contento” se traduce en un hondo sentimiento de decepción, que les conduce a desbordar el severo y disciplinado “cuerpo capitalista”, con el fin de recuperar la experiencia como un hecho apasionado. En su sustitución del “cuerpo impasible” por el “cuerpo apasionado”, el flamenco ha elaborado una de las actitudes críticas hacia la modernidad más contundentes y honestas que se conozcan. Tanto es así que, incluso, se podría pensar en este “cuerpo apasionado” como el emblema y razón de ser de una política de la emoción, que ha ido engrosándose a la par que lo hacía el relato moderno.
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He aquí, por tanto, la seña de identidad del cuerpo del flamenco: una actitud decepcionada ante el mundo, que le lleva a desbordarse en la expresión, y a convertir a ésta en un elemento de regeneración de la experiencia, entendida como un momento político de pasión.
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Pese a que pocas dudas pueden quedar todavía acerca de la posición antagonista que el “cuerpo apasionado” del flamenco desempeña con respecto al “cuerpo impasible” de la modernidad, conviene, sin embargo, detenerse en otro punto importante, que servirá para arrojar más luz si cabe sobre las múltiples y ricas implicaciones que éste conlleva. Nos referimos, efectivamente, a que nunca se podrá comprender, en toda su dimensión, la mencionada “política de la emoción”, si, de seguido, y a fin de abundar en ella, no se esboza una teoría del grito. .
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Desde finales del siglo XVIII, coincidiendo con el rebrote de los ideales clásicos, el grito ha constituido un tipo de expresión prácticamente erradicado de las manifestaciones artísticas. De hecho, en su célebre y siempre referencial Laocoonte, Lessing alaba la contención del famoso conjunto escultórico helenístico, aduciendo que, a pesar del enorme dolor que sobrecoge a la figura principal, en ningún momento, ésta llega a desgarrar su gesto, a abrir en exceso la boca. Esta apertura comedida de la boca lleva a Lessing a aseverar que, en pos de un exigible decoro, el grito es algo que nunca se debe explicitar en el arte, habiendo de permanecer, sin excepción, en el plano de la sugerencia. En un mundo de gestos insinuados y contenidos, en el que la forma primaba sobre la expresión, el grito, la abertura amplia y desgarrada de la boca, apenas si encontraba lugares para su libre e intemperada manifestación.
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Pero, una vez más, es el cuerpo del flamenco, el “cuerpo apasionado” que se excede y se crea en la expresión, el que efectuará la más firme y convencida restitución del grito al mundo del arte. No en vano, cuando se habla de “grito” no es para referirse a un atributo o modo más o menos preponderante en la existencia apasionada del cuerpo. Más bien, lo que singulariza al grito en el cante flamenco es que hay que ver en él el origen del cuerpo, su auténtica y apabullante epifanía. Si, en efecto, se parte del hecho de que el cuerpo, en su actitud contenida y decorosa, en su instrumentalización cotidiana, no resulta visible, en la medida en que no se expresa y, por lo tanto, no opera en tanto que dispositivo lingüístico, se comprenderá hasta qué punto se puede sostener que es el grito el que hace visible el cuerpo, el que lo materializa, el que lo hace presente ante sí mismo y ante el espectador. Apurando al máximo este argumento, se podría decir que el cuerpo se enraíza en el grito, se hunde en él y se impregna con su enorme –por indecoroso- potencial expresivo.
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Pero detengámonos en esta idea: en el grito, el cuerpo se hace presencia. Como ya se ha indicado con anterioridad, cuando el “cuerpo apasionado” del flamenco se hace presente, dicha presencia se caracteriza por su radicalidad. Lo que quiere decir que todo el cuerpo se halla convocado en el “aquí” y “ahora” de su expresión, adquiriendo de este modo una monumentalidad, una envergadura y rotundidad físicas difícilmente comparables. Precisamente por esta presencia incontestable y monumental, el cuerpo del flamenco se distingue por su evidencia, por la perfecta adecuación del “ser” y del “estar”. Porque, ante este “cuerpo apasionado”, lo que ves es lo que es –o sea, Todo, absolutamente Todo-. De hecho, tan evidente es el cuerpo surgido del grito que no debe haber problema alguno en convenir que el cuerpo del flamenco es el menos evocativo y metafórico que hay; y así es porque, en realidad, todo lo que se puede saber de él ya está ahí, presente, desplegado ante los ojos del espectador. El cuerpo del flamenco no conduce a ninguna otra parte que no sea a sí mismo: en él se manifiesta todo el mundo.
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Es fácil entrever, después de tales consideraciones, cuál es el objetivo prioritario del grito: decantar el cuerpo del lado de lo humano –quizás, de lo demasiado humano, parafraseando a Nietzsche-, de lo físico… del lado, en suma, de lo mundano. En el grito, ciertamente, el cuerpo se hace mundo. Y esto, en rigor, supone el reconocimiento de un extremo determinante para cuanto aquí se está exponiendo: el cuerpo apasionado del flamenco es un cuerpo desencantado, vaciado de cualquier elemento sagrado, y convertido, por tanto, en uno de los máximos paradigmas –en lo que a la cultura española se refiere- de cuerpo laico.
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El grito arroja el cuerpo al mundo, y, como bien señala José Martínez, en otra magnífica apreciación, este hecho es vivido bajo el signo y el sentimiento del abandono, de la marginalidad. Si, de un lado, la radical presencia del cuerpo del flamenco lo hace aparecer –como ya se ha anotado- con una imagen de monumentalidad, de otro, su carácter desencantado y mundano le confiere una angustiosa fragilidad que el cantaor convierte en reiterado lugar común de sus actuaciones. Siempre que, en este sentido, se habla de la “fragilidad” del cuerpo del flamenco, no se puede sino recordar unas sugerentes palabras de Walter Benjamín, quien, escribiendo sobre el empobrecimiento de la experiencia en el periodo moderno, afirmó: “y ahí, en medio, en un campo de fuerzas de explosiones y torrentes destructivos, el diminuto y frágil cuerpo humano”.
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Ciertamente, este sentimiento de abandono, de exposición continua y fatigosa ante la muerte, se acentúa más si cabe cuando nos situamos en las minas de La Unión, y, por inclusión, en la tradición cantaora surgida de las mismas. En palabras de Génesis García, “para los mineros, habituales campesinos soleados del sureste, la traumática experiencia vital es la del pozo. Por eso se lamentan de la oscuridad como ningún otro pueblo tradicionalmente minero. Toda la vida del minero del luminoso sureste está pendiente de esa oscuridad, de esa muerte potencial que, en gran parte, se apodera de su cante”.
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El cuerpo frágil, el cuerpo desahuciado del flamenco, halla en la precariedad, en la incertidumbre, su forma natural de estar en el mundo. Lejos de convertir cada una de sus manifestaciones en un intento de “amaestrar”, de dominar el mundo, es, por el contrario, el mundo el que se impone a él. Esto, naturalmente, lo torna en falible, en vulnerable, en una realidad que, en modo alguno, se puede considerar como autosuficiente y encerrada en sí. Precisamente por su vulnerabilidad, el cuerpo del flamenco huye de cualquier tipo de ensimismamiento, y busca la fuerza, el amparo de los muchos, de todos aquellos que constituyen el mundo. Se trata de un cuerpo que se expresa desde y para la comunidad, y que, por tanto, se construye a partir de una fórmula paradójica pero contenedora de toda su riqueza y complejidad: “yo somos”.
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En efecto, y recurriendo de nuevo a Génesis García, “lo propio del cante minero es el hecho de hacerse testigo, vocero y cronista de la colectividad y sus avatares cotidianos, incluso en las coplas que reflejan la intimidad personal”. Pero, estirando más todavía esta idea, se puede afirmar que la voz del cantaor no se limita a testimoniar una colectividad; en realidad, ella misma es la colectividad. “Yo somos” quiere decir que, pese a que sea un “yo” el lugar de la expresión, lo que se expresa a través de él es toda una multitud, una comunidad entera que comparte el mismo sentimiento de abandono, de fragilidad. Lo peculiar, entonces, del cuerpo del flamenco es que se hace sociedad en la experiencia común de la soledad, del desarraigo. Si Kant dijo que no se puede pensar en solitario, puesto que el pensamiento siempre requiere de publicidad, ahora se está en disposición de decir que no puede haber soledad si no es comunidad, en la medida en que el abandono –como lo demuestra el flamenco- implica siempre a la multitud.
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El cuerpo del flamenco es un cuerpo solitario porque, en sí mismo, es un cuerpo multitudinario; su carácter común –es decir, compartido- permite referirse a él como una de las grandes expresiones colectivas y solidarias de la cultura occidental. Ahí estriba su grandeza y excepcionalidad, ahí también su mundanidad, su vocación comprometida y política.
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Muchas gracias.